Es viernes santo (para mí ahora eso significa lo mismo que si fuera primero de mayo o veinte de julio). Llueve (la lluvia llega a través del cristal de la ventana) quedamente en Bogotá (que no en París aunque ya me duelen algunos huesos). La lluvia se verifica como la frontera que me separa de la gente que vive en la ciudad (aunque al otro lado de la pared de mi estudio duerma una persona en la que también es mi cama). Otra frontera, la frontera de los cuerpos, que ocupan (como sabe todo el que ha tenido la oportunidad de completar el bachillerato) un único e irremplazable lugar en el espacio, que no puede ser superpuesto ni sobreocupado (cosa que sí puede logarse en la condiciones de una barbacoa* habanera) por ningún otro cuerpo al mismo tiempo físico. El andrógino plátonico quizás sea la única solución rentable (aunque imaginada) al problema de la unicidad del ser (que es el de la soledad del ser), el de la imposibilidad definitiva de la unión completa entre los seres que se aman en carne y alma. Lo más cercano mostruosamente al ideal andrógino es el inseparable destino de las/los siameses.
La lluvia parece haberme conducido por terrenos oblicuos (la oblicuidad de las gotas que veo caer a través de mi ventana de cristal, entre el ruido esporádico de los carros -recuerdo- en Bogotá, no en La Habana ni en Jerusalén) en este día festivo en que debía continuar adelantando compromisos de mi mundo real: la entrega de un avance de uno de los proyectos de investigación del semestre, la terminación (que ya casi sale) de un proyecto financiable que se le desprende, mensajes electrónicos por contestar...
Pero estos días no han sido santos ni tan productivos (al ritmo de autoesclavitud fordiano autoimpuesto). El recuerdo de alguien que no está tan cerca (aunque lo parece, diría Roxete) me empuja hacia otro lado. Y como no puedo ir sin iniciar una persecusión, entonces me traslado a mi vida virtual, que cada vez se confunde un poco más con mi vida real, si es que esos terrenos existen y tienen fronteras tan definitivas como las que le otorgo a la lluvia que también escucho caer. Dormí muy tarde añoche mirando (un poco desde la sombra) otros cuerpos (algunos solitarios) esparcidos por Brasil, Puerto Rico y la basta geografía del norte, debatiéndose con su propia naturaleza y su placer en Cam4, pero el estar subconsciente de los deberes me ha despertado temprano, pero no a cumplirlos de inmediato, sino a confrontarme con la letra, leáse conmigo mismo, aunque mi/la escritura haya llegado a la gloria de su esencia impúdica (palabra que se me ha perdido durante unos segundos largos en que el teclado se ha detenido como felino rígido en el momento del ataque) en la era de Messenger, Blogger y YouTube. No estamos sólos en la letra, no completamento sólos (como me dice el número de tres dígitos que cuenta los que han curiosado en mi perfil de Blogger).
He alcanzado ya hoy en mi vida virtual (de aquí en adelante mi Vvida) a desearle buen viaje a mi colega María Rita Corticelli que viaja de Exeter a su Parma natal, en medio del dolor mediatizado de otro terremoto. De reojo he mirado que seres que nunca he visto personalmente (pero que han sido importantes en nuestra vida mediática, ver "Televisión") como la cantante Gema Corredera o la diva escrituraria Zoé Valdés aceptan día por medio mi invitación a ser "amigos" en Facebook (caras vemos). Mientras entra a mi correo instantáneo una conversación de chat de alguien que tengo agregado pero que no sé a ciencia cierta quién es (van y vienen como por las calles de esta urbe de más de diez millones de cuerpos en la que cabría toda la gloria y la miseria de mi Isla).
Y no sería raro, o sí lo es, que sucediera como ayer que pude chatear con la muy conocida escritora cubano americana Achy Obejas, saludar al estimado profesor brasileño Idelber Avelar de Tulane University o intercambiar ideas sobre la insularidad con la profesora judía newyorquina (¿?) Dara Goldman de University of Illinois. Todo eso sin salir físicamente de mi pequeño estudio bogotano. De momento siento que no he perdido todo el tiempo (si es que esa convención física realmente existe), sólo que las horas se han separado del espacio, no marchan en la misma dirección progresiva, sino como en hipertexto por los intereses que nos desplazan por el ajeno mundo Web que hay que poblar.
Ha dejado de llover en la calle 166 de Bogotá (quién sabe si en la 80 o en el centro cae un aguacero tropical o granizo hiriente). Siento ahota el ruido de los autos atravesando los charcos (y el de una lluvia grabada que encontré en YouTube y les dejo en el enlace). La persona que dormía al lado se ha levantado, deambula por el apartamento que hemos ido amoblando juntos. Sigo sólo. La lluvia no es la única frontera. Las mayores alegrías siguen estando para mí en mi bandeja de entrada cada mañana.
Kevin Sedeño Guillén
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