Regreso a Bogotá bajo una lluvia insistente que insinúa querer borrar los recuerdos de mi más reciente visita a Cartagena de Indias. El bus de Berlinas del Fonce se acerca a la metrópoli fría y gris, luego de un extenuante viaje de veinte horas de duración, y mis pensamientos se retrotraen a estos intensos días vividos en Cartagena con motivo de la celebración de The Seventh Biennial International / Interdisciplinary Research Conference of The Afro-Latin/American Research Association (ALARA) (August 5-9, 2008, Capilla del Mar Hotel, Cartagena, Colombia).
Viajar al Caribe colombiano continúa siendo para mí una aventura profunda, pues sus tierras y sus mares vinieron a reemplazar parcialmente en mí, la nostalgia de otras tierras y otros mares. Desde que hace tres años me trasladé a Bogotá para reiniciar estudios, esta vez en la Universidad Nacional de Colombia -luego de vivir durante seis años ininterrumpidos en la hermosa y tranquila ciudad del Caribe colombiano-, regresar a ella se ha convertido en un ritual milagrosamente repetido.
Si la Isla es para mí una fuente renovada de dolores innombrables que no cesan, esta ciudad al borde del mar, casi un archipiélago a-i-s-l-a-d-o, ha venido a erigirse en mi sentir, en un maravilloso repositorio de alegrías en medio de sus cotidianas tristezas, que seguramente no alcanzo a paliar con mis flacos medios. A Cuba estuve sin viajar durante ocho años y medio, hasta el diciembre pasado, pero Cartagena ha estado siempre ahí durante este tiempo, reemplazando como madre de leche a la tierra lejana.
En mis más recientes noches de Cartagena de Indias, el ruido del ventilador de techo de mi habitación en las Residencias Los Helechos, no alcanza a apagar el rítmico sonido del mar que choca contra la playa escasa en el barrio de Crespo. Desde mi ventana puedo ver que el mar ha sepultado ya más de la mitad de uno de esos cúmulos de piedras que llaman aquí “espolones”, colocados por la tenacidad de las cartageneras y los cartageneros, tentados a obligar al mar a que acelere su ritmo de hacer playas.
Cuando camino descalzo por la playa, se me acercan corriendo dos pequeñas niñas afrocartageneras, con la inocencia de la niñez, pero con la iluminación que les ofrece haber vivido en condiciones de desventaja social. No deben tener cinco años aún. Una se refiere asombrada a la blancura de mi piel, que le parece extremada, quizás anormal. Su amiguita por su parte, me mira fijamente a la cara y me dice: “Tu tienes la carita triste”. Tantas veces la felicidad momentánea puede llegar a confundirse con la tristeza.
Reunirme en un café de la ciudad amurallada con la calidez del aprecio de Hortensia Naizara Rodríguez. Un encuentro casual a la salida de un centro comercial con el viejo amigo Omar Cantillo, ahora marinero. Volver al cobijo de la palabra poética de Rómulo Bustos en la noche de una banca del parque Fernández de Madrid. Las distintas conversaciones fragmentadas que tuve con el historiador cartagenero Alfonso Múnera Cavadía, en el añejo bar giratorio del Hotel Capilla del mar y con las sesiones de ALARA como fondo. Un almuerzo en el exquisito restaurante Vistro, acompañado de Roxana Díaz Chico; los paseos con John Noreña o la breve reunión con el bibliotecario y amigo Julio César Pérez, en la prisa del regreso, son algunos de los placeres confesables de esta reciente estancia cartagenera.
Viajar al Caribe colombiano continúa siendo para mí una aventura profunda, pues sus tierras y sus mares vinieron a reemplazar parcialmente en mí, la nostalgia de otras tierras y otros mares. Desde que hace tres años me trasladé a Bogotá para reiniciar estudios, esta vez en la Universidad Nacional de Colombia -luego de vivir durante seis años ininterrumpidos en la hermosa y tranquila ciudad del Caribe colombiano-, regresar a ella se ha convertido en un ritual milagrosamente repetido.
Si la Isla es para mí una fuente renovada de dolores innombrables que no cesan, esta ciudad al borde del mar, casi un archipiélago a-i-s-l-a-d-o, ha venido a erigirse en mi sentir, en un maravilloso repositorio de alegrías en medio de sus cotidianas tristezas, que seguramente no alcanzo a paliar con mis flacos medios. A Cuba estuve sin viajar durante ocho años y medio, hasta el diciembre pasado, pero Cartagena ha estado siempre ahí durante este tiempo, reemplazando como madre de leche a la tierra lejana.
En mis más recientes noches de Cartagena de Indias, el ruido del ventilador de techo de mi habitación en las Residencias Los Helechos, no alcanza a apagar el rítmico sonido del mar que choca contra la playa escasa en el barrio de Crespo. Desde mi ventana puedo ver que el mar ha sepultado ya más de la mitad de uno de esos cúmulos de piedras que llaman aquí “espolones”, colocados por la tenacidad de las cartageneras y los cartageneros, tentados a obligar al mar a que acelere su ritmo de hacer playas.
Cuando camino descalzo por la playa, se me acercan corriendo dos pequeñas niñas afrocartageneras, con la inocencia de la niñez, pero con la iluminación que les ofrece haber vivido en condiciones de desventaja social. No deben tener cinco años aún. Una se refiere asombrada a la blancura de mi piel, que le parece extremada, quizás anormal. Su amiguita por su parte, me mira fijamente a la cara y me dice: “Tu tienes la carita triste”. Tantas veces la felicidad momentánea puede llegar a confundirse con la tristeza.
Reunirme en un café de la ciudad amurallada con la calidez del aprecio de Hortensia Naizara Rodríguez. Un encuentro casual a la salida de un centro comercial con el viejo amigo Omar Cantillo, ahora marinero. Volver al cobijo de la palabra poética de Rómulo Bustos en la noche de una banca del parque Fernández de Madrid. Las distintas conversaciones fragmentadas que tuve con el historiador cartagenero Alfonso Múnera Cavadía, en el añejo bar giratorio del Hotel Capilla del mar y con las sesiones de ALARA como fondo. Un almuerzo en el exquisito restaurante Vistro, acompañado de Roxana Díaz Chico; los paseos con John Noreña o la breve reunión con el bibliotecario y amigo Julio César Pérez, en la prisa del regreso, son algunos de los placeres confesables de esta reciente estancia cartagenera.
(Continuará)
Kevin Sedeño Guillén
1 comment:
Hay una interesante crónica sobre Cartagena, que, a pesar de estar
inconclusa trae buenas imágenes a los que no nos hemos movido de
Bogotá en demasiado tiempo. Claro que se queda uno como que
esperando la continuación y queriendo saber cuáles serán los
"placeres" no-confesables que el autor no nos cuenta...
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