Gabriel García Márquez.
La hojarasca [i]
Bogotá: Ediciones SLB, 1955.
137 p.
Leer la obra narrativa y periodística de Gabriel García Márquez que fuera publicada antes de la aparición de Cien años de soledad (1967), y de la fastuosa ceremonia en que el costeño en liqui-liqui de lino blanco, recibe la medalla del Premio Nobel de Literatura de 1982, de manos de su majestad el rey Carlos Gustavo de Suecia, implica una profunda tarea de arqueología cultural.
Para decirlo en lenguaje llano, implica barrer con la hojarasca que sobre esta obra anterior han acumulado esos grandiosos acontecimientos literarios y mediáticos: dejar a un lado la etiqueta de realismo mágico, con levitación de remedios la bella y mariposas amarillas en un desfile de Silvia Tcherassi, incluidos; leerla como una novela escrita por un principiante, “un pretendiente”, diría mi profesora Diana Diaconu (Departamento de Literatura, Universidad Nacional de Colombia), siguiendo a Pierre Bourdieu.
La novelita de García Márquez –y uso ese adjetivo sólo en alusión a lo breve- que apareciera en una editorial desconocida, luego de ser rechazada categóricamente por Losada, fue publicada en 1955, el mismo año en que el Fondo de Cultura Económica sacaba, con el número 19 de su colección “Letras mexicanas”, la contundente novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Pero según nos recuerda el escritor José Luis Díaz-Granados: “La novela tuvo rápida aceptación y el más importante crítico colombiano de la época, Hernando Téllez, no vaciló en calificar a su autor como el más grande novelista vivo del país”[ii]. También tendré que evitar la tentación de vender en 3000 0 4000 euros –según los avaluadores- el único ejemplar de la primera edición de La Hojarasca -con cubierta de Cecilia Porras- que, como parte de la colección Howard Rochester, se conserva en la sección de Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Bogotá.
Lo primero será decir que, en mi concepto, La hojarasca, a pesar de lo musical y el ambiente de otoño parisino que evoca, no es un título congruente con el argumento y la trama oculta de esta novela inicial, dentro de una saga narrativa demoledora en la tradición de la narrativa latinoamericana del siglo XX. Como la novela menciona, casi de pasada, la hojarasca refiere a aquella avalancha de aventureros, de seres foráneos en busca de fortuna, que invaden Macondo –ya Macondo por siempre- como parte del auge de la economía de esta región del Caribe colombiano, que se debe al establecimiento de las compañías bananeras y del moderno medio de transporte que significaría el ferrocarril.
Pero para la época en que nos ubica la novela esa hojarasca ha desaparecido casi totalmente, se ha ido con la United Fruit Company, tras el gran escándalo político que significó la masacre, entre el 5 y 6 de diciembre de 1928, en Ciénaga, Magdalena, de más de 1000 obreros bananeros, según cifras no muy claras aún. Este hecho, sintomático del fracaso del proyecto político de las élites regionales, deviene simbólico de la crisis de imposibilidad de la “modernidad” en el Caribe colombiano, tal como nos lo han presentado dos de las novelas colombianas más leídas del siglo XX y herederas de este imaginario colectivo: La casa grande (1954), de Álvaro Cepeda Samudio y la propia Cien años de soledad (1967).
Pero en La hojarasca el contexto no parece aún preparado para enjuiciar ese hecho sangriento, obsesión narrativa que acompañará a García Márquez hasta su exorcisacion plena en su novela-fetiche ya mencionada. El argumento visible deriva por los trazos de vidas sin luz, que giran en torno al cadáver del médico extranjero, al parecer el único recuerdo vivo de la matanza colectiva que sumió al pueblo en la desesperanza y la muerte en vida. Pero la trama oculta, que remite a ese hecho doloroso para el imaginario colectivo, sólo aflora en forma de recuerdos momentáneos, fogonazos de tiempo, que acuden a la mente de los pobladores de Macondo, pero que parece necesario volver a reprimir de inmediato, como ese triste momento en que el médico, veterano de las guerras patrias junto al mítico coronel Aureliano Buendía, le niega asistencia médica, no sabemos por qué, a las víctimas de la masacre que se agolpan a su puerta.
Pero este odio colectivo que acompaña al médico extranjero hasta la muerte, hasta el entierro -ceremonia casi sagrada para las tradiciones culturales locales- no alcanza a encubrir ni a explicar la situación de inoperancia que prevalece en la organización comunitaria del viejo Macondo. Quizás este rencor hacia un individuo concreto y la nueva era que se abre con su aparatosa muerte signifiquen una luz, esa que de manera violenta se hace presente cuando los peones echan abajo la puerta de la abandonada casa del médico:
Y antes de que tengamos tiempo de saber qué sucede, irrumpe la luz en la habitación, de espaldas, poderosa y perfecta, porque le han quitado el soporte que la sostuvo durante doscientos años y con la fuerza de doscientos bueyes, y cae de espaldas en la habitación, arrastrando la sombra de las cosas en su turbulenta caída. Los hombres se hacen brutalmente visibles, como un relámpago al mediodía, y tambalean, y me parece como si hubieran tenido que sostenerse para que no los tumbara la claridad (131-132)[iii]
El derrumbe de esa puerta más que centenaria, simbólico de un proyecto patriarcal en crisis, derrotado por la invasión modernizadora, según la tesis que parece defender la novela, significa una nueva oportunidad, un cierre del prolongado período de duelo colectivo por la masacre de las bananeras[iv]. Más allá de esto la novela sólo nos presenta unos destinos desasidos, sin devenir probable, de hombres viejos que ya vieron la mejor vida posible, de mujeres casadas por la urgencia y a la vez abandonadas, de baúles repletos de ropa de difuntos. Pero la muerte del médico parece alumbrar una esperanza, una segunda oportunidad sobre la tierra para los condenados del proyecto modernizador fracasado.
El derrumbe de esa puerta más que centenaria, simbólico de un proyecto patriarcal en crisis, derrotado por la invasión modernizadora, según la tesis que parece defender la novela, significa una nueva oportunidad, un cierre del prolongado período de duelo colectivo por la masacre de las bananeras[iv]. Más allá de esto la novela sólo nos presenta unos destinos desasidos, sin devenir probable, de hombres viejos que ya vieron la mejor vida posible, de mujeres casadas por la urgencia y a la vez abandonadas, de baúles repletos de ropa de difuntos. Pero la muerte del médico parece alumbrar una esperanza, una segunda oportunidad sobre la tierra para los condenados del proyecto modernizador fracasado.
Las obsesiones de García Márquez en torno a la crisis de los proyectos de comunidad del Caribe colombiano en el siglo XX, prevalecen en su narrativa posterior, en algunos casos amplificadas como pregunta por el fracaso de la nación liberal- burguesa en Colombia. Crónica de una muerte anunciada (1981), novela de la madurez del autor, reproduce la misma puesta en escena del orden patriarcal que parece actuar de manera autónoma en su deseo infalible de castigar las violaciones contra sus imperativos morales y religiosos, la representación de esos espacios semirurales como reductos comunitarios que han escapado irracionalmente a la sin razón de los poderes nacionales y transnacionales[v].
El conflicto es entre la “hojarasca”, los recién llegados y los dueños de la tierra, entre cachacos y costeños, pero dentro de esa pelea entre élites regionales –centrales y periféricas- por repartirse el poder y los contratos, los representantes de las minorías (mujeres, indígenas, afrodescendientes) continúan viviendo en la narrativa de García Márquez su vida subalternizada:
Veo la casa por la ventana y pienso que mi madrastra está allí, inmóvil en su silla, pensando quizás que antes de que nosotros regresemos habrá pasado ese viento final que borrará este pueblo. Todos se habrán ido entonces, menos nosotros, porque estamos atados a este suelo por un cuarto lleno de baúles en los que se conservan aún los utensilios domésticos y la ropa de los abuelos, de mis abuelos, y los toldos que usaron los caballos de mis padres cuando vinieron a Macondo huyendo de la guerra. Estamos sembrados en este suelo por el recuerdo de los muertos remotos cuyos huesos ya no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra. Los baúles están en el cuarto desde los últimos días de la guerra; y allí estarán esta tarde, cuando regresemos del entierro, si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos (129).
Estos seres desesperanzados, a la espera de la desaparición final de Macondo, a manos de un viento apocalíptico, no sólo están atados por la tierra que contiene sus muertos ancestrales, sino por sus baúles llenos de enseres y tradiciones y, primordialmente, por su condición de propietarios de la tierra y sus prejuicios de clase pequeño burguesa desplazada. La ridiculización del intento de la indígena guajira Meme de movilizarse de la condición de empleada doméstica y objeto sexual de sus patrones, a la de esposa legítima y comerciante, es un claro índice de por dónde van las agendas políticas y sociales del narrador. Como otros críticos han tenido oportunidad de señalar, no hay en el macondismo garciamarquiano una verdadera oportunidad de liberación: …” resituado en contextos, el macondismo no es un discurso desde los márgenes, ni habla por los que no pueden hablar. Se convierte, más bien, en discurso hegemónico que allana las diferencias, situándolas por fuera del país, en una cultura ‘otra’” (Walde, 1998)[vi]. El Gabriel García Márquez de La hojarasca se estrena entonces como el cantor nostálgico de una pequeña burguesía rural, desplazada por la reorganización del orden político nacional tras las guerras intestinas de la primera mitad del siglo y por los complejos procesos de industrialización del Caribe colombiano, introducidos de la mano de las multinacionales extranjeras. La liberación social que algunos han querido leer en su proyecto narrativo, no parece haber pasado de ser el canto de un alcaraván de alas cortadas.
Kevin Sedeño Guillén
Universidad Nacional de Colombia /
Fundación Universitaria del Área Andina
Kevin Sedeño Guillén
Universidad Nacional de Colombia /
Fundación Universitaria del Área Andina
[i] La imagen de portada ha sido tomada del sitio Web El bibliómano. www.bibliographos.net/article.php?id_article=624 (7/3/2009).
[ii] Díaz-Granados, José Luis. “La hojarasca, preludio de la epopeya”. La Ventana: Portal informativo de la Casa de las Américas. Sep., 1, 2005. http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=2705 (7/3/2009)
[iii] Cito aquí por la 10 ed. de La hojarasca en la Colección Índice de la Editorial Sudamericana, de 1974.
[iv] He creído ver en otras zonas de la narrativa garciamarquiana, leídas tradicionalmente como síntoma del desamparo y de la pobreza del Caribe colombiano, optimismo social similar y esperanza de la instauración de un nuevo orden, que debe iniciar necesariamente con una muerte. Véase mi reseña: “El coronel sí tiene quien le escriba: esperanza y escepticismo en el mundo caribeño de Gabriel García Márquez”. Bojeo a la isla. Nov., 16, 2008. http://bojeoalaisla.blogspot.com/search?q=Coronel
[v] Véase al respecto mi artículo: “Tragedia, trasgresión y muerte ritual en la narrativa caribeña: Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez y Tú, la oscuridad, de Mayra Montero”. La narrativa de Mayra Montero: Hacia una literatura transnacional caribeña; Kevin Sedeño Guillén y Madeline Cámara, eds.; pról. Madeline Cámara. Valencia (España): Aduana Vieja, 2008. pp. 177-202 (coautor con Doris Álvarez Ortega y Rocío Mattos Arévalo).
[vi] Walde, Erna von der. “Realismo mágico y poscolonialismo: construcciones del otro desde la otredad”. Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate); Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta, eds. México, Miguel Ángel Porrúa, 1998. Disponible en: http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/walde.htm (12/09/2001)
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